Cuando uno empieza a trabajar ochos horas diarias detrás de
un computador, es imposible dejar de notar el aumento excesivo de masa corporal
en el abdomen. Sí, entre más se gana experiencia laboral, también se gana más
barriga.
Y como ante todo la vanidad, hay que buscar soluciones para
no perder del todo ese cuerpo atlético que uno tenía de estudiante.
Madrugar dos horas más de lo habitual para ir al parque a
trotar, una opción, pero no me convence del todo. Me gana la pereza. Ir en bici
al trabajo puede ser, pero en las noches podrías ser peligroso llegar a mi
barrio. Ir al gimnasio en las noches tampoco es una buena idea, porque después
de trabajar es sano para la mente ir a beber cerveza o a cine, ya lo sabemos.
De tanto dar vueltas en mi cabeza, encontré la solución
perfecta a mis problemas y además muy económica.
Son las seis de la mañana y me preparo para una eventual
jornada deportiva camino al trabajo. No crean que me volví un deportista de
alto nivel, simplemente voy a coger un bus.
Todo inicia cuando, en la avenida con un frío el verraco, me
paré con la esperanza de que un bus me recoja – suelo ser hasta optimista y espero
que lleve puestos- para ir a trabajar.
Creo que los conductores son maldadosos y paran varios
metros adelante, con el fin de que uno saque ese Usain Bolt que lleva adentro
para lograr alcanzarlo antes de que ponga en marcha de nuevo el vehículo.
Y en una jugada triste del destino, y obviamente de la
malicia del conductor, cuando uno está a treinta centímetros de la puerta, este
arranca y deja el polvero. Después de varios intentos, quién le gana a uno en
los 100 metros planos. ¿Quién?
Ya exhausto, me tocó detectar a una mujer que fuera para
donde yo iba y me le acerque a un metro. Si lo hacía más, ella podría pensar
que la iba a robar y esa no es la idea. Cuando ella sacó la mano para parar el
bus, me quedé tranquilo y esperé que el vehículo se detuviera a recogerla. En
ese instante corrí lo que más pude y me subí junto a ella.
Sin embargo, ese fue solo el calentamiento, ya dentro del
bus la cosa se puso mejor. Los contantes frenos y arrancadas del vehículo me ayudaron
a tonificar brazos y piernas de la fuerza que me tocó hacer para no caerme o
para no terminar encima del que va sentado.
También ejercité la espalda y le hice estiramientos: esto me
pasó cuando un hombre intentó pasar detrás de mí y ninguno de los dos quería
que ninguna parte de nuestros cuerpos se llegaran siquiera rozar. Las maromas y
como doblé el cuerpo para que eso no sucediera no las hace ni un experto en
yoga.
También logré ejercitar la mente: estar pendiente y analizar
quién de los que van sentados, en radio de un metro, puede o tiene intenciones
de bajarse. Ayuda para la concentración.
Pero si creen que todo es esfuerzo, pues no, también montar
en bus tiene su recompensa: nada más relajante que un sauna. Ese vapor que
libera toxinas y ayuda a mejorar la circulación lo puedo disfrutar por tan solo
1.500 pesos en horas pico.
El sudor de la gente mezclado con perfumes de todos los
olores y precios se combinan para crear un ambiente perfecto, ya que quienes
van sentados nunca, óigase bien: NUNCA,
abren las ventanas. Bueno, los perfumes se pueden sentir en la mañana.
En la tarde los olores cambian radicalmente y son un poco más fuertes, más
humanos, por llamarlo de alguna manera.
Además, cuando está lloviendo esta experiencia puede ser mucho más valiosa, puesto que el vehículo en su interior se pone mucho más caliente de lo normal y se pasa de estar en un sauna a un temazcal, esa tradición de la medicina natural en la que ‘vuelves a nacer’.
Así que si eres uno de los míos y aparte de que montas en servicio público a diario vives en los extremos de la ciudad, mira el vaso medio lleno y ejercítate mientras desperdicias dos horas de tu vida en un bus.
Fernando Castañeda
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